Comentario
En el desencadenamiento del golpe de Estado de julio de 1936 concurrieron dos procesos insurreccionales de naturaleza muy distinta. El primero, una conspiración cívico-militar de inspiración monárquica, que había guiado la trama golpista de agosto de 1932 y se prolongó, en estado más o menos latente, hasta el verano de 1936. El segundo, estrictamente castrense, no poseía un carácter tan marcadamente ideológico y respondía al propósito de restaurar un orden social que se estimaba deteriorado por el expeditivo procedimiento del golpe de Estado, en colaboración con elementos civiles subordinados al mando militar. El debate sobre cuál de los procesos fue más decisivo en la conspiración contra la República parece cerrado: a partir de febrero de 1936, la trama militar se impuso sobre la civil y con ello el concepto de sublevación popular dio paso al de un pronunciamiento militar clásico, con apoyo civil. Sólo cuando este pronunciamiento, enfrentado a una auténtica reacción popular, fracasara en sus objetivos, se avendrían los militares a dar mayor protagonismo a organizaciones como la Iglesia y los partidos derechistas, capaces de arrastrar una movilización masiva en torno a conceptos ideológicos definidos.
El primer impulso insurreccional procedió de los monárquicos. Pese al fracaso de agosto de 1932, prosiguieron estimulando el antirrepublicanismo de un sector del Ejército y difundiendo doctrinas militaristas que defendían la intervención castrense en la vida civil e incluso el planteamiento de una guerra civil justa para evitar la destrucción del Estado a manos de sus adversarios revolucionarios. Carlistas y alfonsinos estimaban necesaria la organización armada de sus partidarios, tanto para colaborar con los militares a tomar el Poder como para garantizarse un cierto control de la situación creada tras el triunfo del golpe. Desde muy pronto, los monárquicos establecieron contactos con el Gobierno italiano, seguros de que éste tendría interés en acabar con la República, a la que se suponía una marcada francofilia en política exterior. En marzo de 1934, el general Barrera, el alfonsino Goicoechea y el carlista Rafael Olazábal, negociaron en la capital italiana con Mussolini e Italo Balbo un pacto por el que las autoridades fascistas prometían colaborar con los monárquicos españoles en la caída de la República y en el establecimiento de una Regencia. Para ello se pondría a disposición de los conspiradores un millón y medio de pesetas, diez mil fusiles, 200 ametralladoras y abundante munición, y se entrenaría en suelo italiano a cierto número de requetés tradicionalistas.
Asegurada una cierta ayuda exterior, los monárquicos se dedicaron a consolidar sus redes insurreccionales dentro de España. Pero la virtual ruptura política entre Renovación Española y la Comunión Tradicionalista a lo largo del segundo bienio, obligó a ambas organizaciones a actuar por separado, con estrategias distintas. Los tradicionalistas, que disponían de una base humana considerable en Navarra, y efectivos de cierta importancia en el País Vasco, Cataluña, Andalucía y otras regiones, perfeccionaron la organización de su propia milicia, el Requeté, bajo la dirección de José Luis Zamanillo, y la colaboración de instructores militares como el coronel Varela, con vistas a un futuro levantamiento carlista. Los alfonsinos, con una militancia más escasa, pero social y económicamente influyente, orientaron sus esfuerzos desde finales de 1934 a rentabilizar sus contactos con las tramas conspiratorias que comenzaban a tomar cuerpo en las Fuerzas Armadas. Por lo que respecta a Falange, su escasa fuerza numérica la descartó como elemento clave de un golpe, por lo menos hasta los inicios de la primavera de 1936. En junio del año anterior, la dirección del partido, reunida en el Parador de Gredos, había decidido impulsar la insurrección armada con apoyo del Ejército, y Primo de Rivera inició contactos con potenciales golpistas, como el general Franco o el coronel Juan Yagüe. Pero estas iniciativas, sumadas a la actividad de la bien entrenada milicia falangista, no permitieron al partido superar su aislamiento hasta el triunfo del Frente Popular.
La conspiración militar contra la República atravesó por tres fases, en las que las tramas se fueron superponiendo: entre 1933 y marzo de 1936, la iniciativa corrió a cargo de los jefes y oficiales integrados en la Unión Militar Española (UME); a partir de esa fecha, un grupo de generales planificó una intervención en el caso de que el Poder retornase a la izquierda; y desde mayo de 1936, las distintas tramas se fueron unificando en la conspiración cívico-militar dirigida por el general Mola.
La UME era una organización clandestina dirigida por el capitán Bartolomé Barba. Inspirada en el modelo de las Juntas de Defensa de 1917, la Unión estaba integrada por oficiales conservadores y antiazañistas, pero mantenía un carácter formalmente apolítico y corporativo. El hecho de que la UME tuviera que consolidar su organización en el momento en que la República experimentaba un giro hacia la derecha, restó virulencia a sus demandas, sobre todo en los períodos en que Hidalgo y Gil Robles ocuparon la cartera de Guerra.
La victoria del Frente Popular disipó las dudas de muchos militares. A partir de entonces se sucedieron los contactos entre los integrantes de la informal Junta de generales constituida a finales del año anterior y que culminaron con una reunión celebrada el 8 de marzo en Madrid, en la que se decidió derribar al Gobierno frentepopulista. Los presentes acordaron organizar un pronunciamiento, que coordinaría una Junta Militar presidida desde el exilio por Sanjurjo -representado por el general Rodríguez del Barrio- y de la que formarían parte los generales Mola, Franco, Saliquet, Fanjul, Ponte, Orgaz y Varela. También se decidió que el movimiento no tendría un carácter político definido. Los conspiradores, que contaban con la infraestructura de la UME, fijaron para el 20 de abril la fecha del golpe. Pero el Gobierno sospechaba y la detención de Orgaz y Varela, que fueron confinados en Canarias y en Cádiz, respectivamente, así como una grave enfermedad de Rodríguez del Barrio, auténtico alma de la conspiración en ese momento, obligó a posponerla.
El Ejecutivo procuró alejar de los centros de poder a los generales considerados más peligrosos. En la primera quincena de marzo, Goded fue destinado a Baleares, Franco a Canarias y Mola a Pamplona. Este último asumió a finales de abril las riendas de la trama golpista, aunque continuó admitiendo la teórica jefatura del Sanjurjo, quien debería presidir el régimen militar surgido del golpe. Mediante la redacción y difusión secreta de una serie de circulares o Instrucciones reservadas, Mola -llamado el Director en la clave de los golpistas fue perfilando una compleja trama, a la que se unieron nuevos generales, como los republicanos Queipo de Llano, López Ochoa y Cabanellas, y que contaba con apoyos en muchas guarniciones, canalizados a través de la UME y del coronel Galarza, conocido como "el Técnico" por su papel coordinador. Por su parte, los tradicionalistas habían creado una Junta Suprema Militar de Guerra que, con la colaboración de varios militares simpatizantes, hacía acopio de armamento con vistas a lanzar un movimiento insurreccional propio, basado en las bien entrenadas unidades del Requeté. Manuel Fal Conde, que a finales de ese año vio reforzado su poder dentro de la Comunión con el nombramiento de Jefe Delegado, evitó la colaboración con la Junta de militares golpistas, pero a través de Varela buscó que Sanjurjo asumiera el mando de un levantamiento cívico-militar de carácter tradicionalista. Los falangistas, por su parte, incrementaban el potencial de sus milicias, que en febrero de 1936 suponían unos 10.000 hombres. Primo de Rivera, preso en Alicante, entró en contacto con Mola a finales de mayo, pero su exigencia de grandes parcelas de poder para Falange tras el triunfo del golpe no entraba en los planes del general, y la colaboración de los falangistas fue aparcada por el momento.
A principios de julio, la planificación técnica del golpe estaba casi terminada. El plan de Mola preveía un levantamiento coordinado de todas las guarniciones comprometidas, que implantarían el estado de guerra en sus demarcaciones. Entre los días 5 y 12 de julio, el Ejército de África se concentró en el Llano Amarillo, en Ketama, para realizar maniobras. Allí, los oficiales comprometidos, con Yagüe a la cabeza, terminaron de concertar su actuación, que era fundamental en los planes del golpe. Conforme a ellos, las tropas africanas iniciarían el pronunciamiento, que sería seguido por las guarniciones insulares y peninsulares. Luego, Mola, al mando de las fuerzas del Norte, se dirigiría hacia Madrid, donde el general Villegas -sustituido después por Fanjul- habría sublevado los cuarteles. Si algo fallaba, Franco, que abandonaría Canarias para ponerse al frente del ejército de Marruecos, cruzaría el Estrecho y avanzaría desde el sur y el este sobre la capital, que caería en una operación de tenaza. La Constitución de 1931 sería suspendida, se disolverían las Cortes y se produciría una breve pero intensa etapa de represión, con depuraciones, encarcelamientos y fusilamientos de elementos izquierdistas y de militares no comprometidos en el alzamiento. Después, Sanjurjo, vuelto del exilio, encabezaría un Directorio militar de cinco miembros a la espera de una salida, que cada grupo político interpretaba a su manera, a la crisis de la República.
En la madrugada del 13 de julio, pistoleros de extrema derecha asesinaron en Madrid a José Castillo, socialista y teniente de la Guardia de Asalto. Sus compañeros policías respondieron secuestrando y dando muerte al día siguiente a Calvo Sotelo. El país quedó sobrecogido por el doble crimen, que serviría de prólogo -y para algunos, de justificación- al golpe militar. De hecho, la muerte de Calvo Sotelo decidió a algunos conspiradores que aún alentaban dudas sobre la oportunidad de la fecha elegida para el golpe, y para acelerar el acuerdo con la CEDA y la Comunión Tradicionalista, que ahora aceptaban colocar sus organizaciones a las órdenes de los generales.
El 14 de julio, Castillo y Calvo Sotelo fueron enterrados en dos cementerios contiguos, en medio de una enorme crispación y de algún intercambio de disparos. Al día siguiente se reunió la Diputación Permanente de las Cortes, en una sesión dramática, que en sus manifestaciones de miedo y de odio preludiaba el enfrentamiento civil que se iniciaría dos días después. El Gobierno, que ahora parecía dispuesto a actuar, decretó el cierre de los locales de las organizaciones de extrema derecha y estableció la censura de Prensa. Pero estas medidas llegaban tarde. El día 14, Mola había impartido la última orden para el golpe, que debería iniciarse tres días después, y un avión británico, el Dragon Rapide, llegaba a Las Palmas para transportar a Franco al Protectorado de Marruecos, donde iba a ponerse al mando del Ejército de África.
El 17 de julio, los oficiales comprometidos de la guarnición de Melilla prendieron la mecha de la rebelión. Los sublevados declararon el estado de guerra en la ciudad y ocuparon los edificios públicos. A lo largo del día, en Tetuán, Larache y otras localidades del Protectorado, las tropas fueron sumándose al levantamiento, y lo mismo sucedió en Ceuta, donde Yagüe y sus legionarios se apoderaron de la ciudad sin disparar un tiro. En la madrugada del 18, el general Franco se pronunciaba contra el Gobierno de la República en Canarias y a lo largo de ese día se fueron sumando otras guarniciones comprometidas. Luego de cuatro días de pronunciamientos dispersos y de movilizaciones de las organizaciones obreras frentepopulistas, el golpe de Estado fracasó en Madrid, Barcelona y otras localidades clave, en buena medida gracias a la actuación de los militares leales a la República, pero los rebeldes pudieron hacerse con el control de amplias zonas de la geografía nacional. Con ello se abría un nuevo capítulo en la historia de España. La tópica imagen de las dos Españas tomó cuerpo en torno a los bandos enfrentados en lo que sería una terrible guerra civil de tres años de duración. Durante ese período, la República siguió actuando como régimen legal en territorio español, pese a que su base territorial se redujo paulatinamente ante la mayor capacidad militar de sus enemigos. El Frente Popular se esforzaría incluso en mantener la apariencia de funcionamiento normal de las instituciones, y el Gobierno no se decidiría a proclamar el estado de guerra hasta enero de 1939, cuando ya estaba todo perdido. Pero la República de abril, y con ella la España posible que alentaban los reformadores republicanos, había desaparecido en los cálidos días del verano de 1936.